Edición:

Diario de la peste

La peste se anuncia en abril, con vagas noticias que parecen fantasía.

Los jóvenes de Bocaccio dejan la ciudad asolada por la peste, escapan al campo y matan el tiempo contándose historias picantes. En medio del cordón sanitario sobre la Oran de Camus, los habitantes se emborrachan por las noches. En viejos relatos se dice que las piras funerarias servían para iluminar las orgías en las ciudades desahuciadas. Durante la peste de Londres de 1665, Samuel Pepys (1633-1703), el rico funcionario y hombre de mundo que dejó como testamento histórico y literario sus Diarios, comió, bebió, amó e hizo más negocios que nunca. La peste se anuncia en abril, con vagas noticias que parecen fantasía. Poco después, Pepys observa dos casas señaladas con una cruz roja y el “Dios se apiade de nosotros” y tiene que mascar tabaco para mantener el equilibrio. Con todo, Pepys sigue sus ocupaciones mundanas (las labores de funcionario del almirantazgo, las intrigas y alcahueteos de alta sociedad) y los cientos de muertes cotidianas son, en sus Diarios, sólo apuntes incidentales, ráfagas de preocupación sobre la volubilidad de la fortuna. Con el tiempo, sin embargo, el tema gana importancia: no sólo mueren plebeyos sino conocidos, hay casas clausuradas cada vez más cerca de su domicilio y cierran los comercios, lupanares y tabernas que frecuentaba.

Pepys se muda a un lugar más seguro; aburrido por la mengua de actividades, se hace divertir por sus criadas, visita a sus múltiples amantes y consigna que se acostó con ellas con una frase que supone indescifrable para su aguerrida esposa “Faciebam le cose que ego tenebam a mind to con elle”. La vida social no se suspende del todo, pero tiene inconvenientes y es frecuente que, al regreso de sus compromisos, Pepys tropiece con los cadáveres de apestados. Afuera, las disposiciones sanitarias se hacen más rígidas, las familias confinadas reciben una virtual condena a muerte, todos desconfían de todos, a la ciudad fantasmal sólo la surcan turbas de menesterosos agobiados por el hambre. Por lo demás, las prohibiciones civiles y las prescripciones higiénicas chocan con el culto y el sentimiento de los londinenses: los ciudadanos rehúsan prescindir de las procesiones funerales y algunos hombres piadosos rescatan a niños sanos, condenados a morir con sus familias apestadas. Tras meses interminables, han muerto miles y aún se escuchan rumores de rebrotes, pero el helado invierno tiende a disipar la pesadilla. Pepys da gracias a Dios porque, en el curso de la peste, no ha perdido su sagacidad para los negocios, ni el buen humor, ni esa forma de ilusión que es la frivolidad, pero no todo son buenas noticias, el fin de la plaga le trae nuevas preocupaciones: “Día del Señor. Me puse el traje de color, que tiene gran prestancia y mi peluca nueva, que no me atrevía a usar porque la peste arreciaba en Westminster cuando la compré. Quisiera saber si las pelucas estarán todavía de moda cuando la epidemia termine: nadie osará comprar cabello con el temor de que pertenezca a cadáveres apestados”.

Armando González Torres
agonzale79@yahoo.com.mx

Nos alegra que te gustara. ¿Quisieras compartirlo?

Compartiendo esta página …

¡Gracias! Close

Agregar un comentario nuevo

Actualización en tiempo real pausado. (Reanudar)

Mostrando 0 comentarios